La cola. Ya no venden maní con chocolate. El vendedor de turno ofrece beldent, o pide colaboración a criterio del público, que al parecer no tiene criterio.
El olor a teatro de nostalgia. Butacas tan esenciales, tan prácticas y funcionales que da gusto estar profundamente incómodo e inestable. Mientras más se tenga la sensación de que las piernas quedan por encima de la linea del ombligo, más en el teatro se siente uno.
La música de espera. Invariablemente ponen música de telo o de consultorio de dentista (por qué los dentistas ponen música de telo en sus consultorios? Será que la re-memoración del coito hace de la espera previa algo menos estresante?) ... (quiero creer que no es al revés, y no son los telistas los que ponen música de sala de espera de sillón del odontólogo).
Las luces que se van, y la tensión de cientos de desconocidos que contienen la respiración y el comentario. La expectativa nos une en un silencio, y de alguna forma nos hace comunes (aunque no corrientes). Ya no se escuchan las cajitas de maní con chocolate en un más allá cercano (pues, como dije antes, no hay quien las venda). Un par de toses características, y allá vamos. El ruido del telón y las luces.
Las figuras se recortan y es como un sueño. Muestra onírica, con los mismos colores y movimientos. Es como una magia que fluye entre el escenario y los cientos de unos-mismos que miran con ojos sonrientes. La música empieza a emerger y ya estamos definitiva-mente ahí, en un juego de luces y sombras que hacen que el encanto sea irreversible.
Siempre tengo la ilusión de que los artistas tienen secretos amoríos. Se miran, se tocan y se buscan de una forma tal que solo tiene precedentes en el amor. Quizás se miran con ojos de arte, aunque desconozco, pues no tengo ojos de arte.
Reconozco que, en los pasos más insinuantes, al igual que en el teatro, busco la secreta erección del hombre, o el tímido estremecimiento de la mujer, o cualquiera de los dos en plural si se trata de dos hombres o dos mujeres, para corroborar mi absurda teoría de los amoríos sobre y bajo el escenario.
El artista baila/actua/canta y el mundo no existe. Se detiene y ya nada importa.
Después de las luces y los aplausos, aparecen ahí, en el medio de las tablas, con toda su humanidad a cuestas. Con su ser persona tan evidente, que el vuelo que despliegan durante toda la escena, se funde al final con la lágrima, la risa sincera...hasta con la transpiración y la agitación del caso. Solo humanos, al final. Llorosos, risueños, transpirados, agitados, y sin erección ni estremecimiento visibles. Pucha che.