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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Fueguitos




Aparece a lo lejos montado en una bicicleta enclenque que (como él) ya le dio mil vueltas a la vida. Va zigzagueando caprichosamente entre autos-colectivos-líneas varias. Interrumpe con calma el ritmo cotidiano, cuando el día empieza a dejarle lugar a la oscuridad (co-protagonista de su brillante función). Prefiere las noches de luna llena, aunque se conforma con que, eventual y cíclicamente, anochezca antes de amanecer, o viceversa.

Lleva sus fueguitos a cuestas: impacientes se asoman por uno de los aujeros de la mochila que esconde la magia de su personaje.

"Pantalón brillante según la ocasión, según la esquina y según el humor".

Con frases como esta y sus sonrisas de invitación, te va disfrazando el ánimo, y cuando te das cuenta, ya te maquilló en la cara una risa indeleble.
Cuando el semáforo dictamina al mundo su sentencia de inmovilidad, malabar irreverente se mete de un salto en su bicolor escenario peatonal, destacado por decenas de iluminadores móviles e involuntarios. Despliega desde allí su danza de fueguitos, sus saltos, sus piruetas, sus destrezas y sus glorias.

“mirenme bien,
este soy yo,
este es mi acto el que vengo a mostrar.
Preste atención,
voy a empezar,
yo soy el compadre malabar.
Que mire ahora la dama...
que despierte el caballero...
esto que vengo a mostrarles,
es mi arte callejero"

Malabar crea y recrea círculos que perduran más allá de lo real. Se le huele desde lejos la murga que lleva en la sangre. Lo que no te avisa es que es contagiosa, y que cuesta escribir sobre él sin usar versos capicúas.
El compadre sabe mejor que el padrenuestro (aunque se permita pensar que sea solo padre de ellos)es que su acto es fugaz. Su arte se esmera por aparecer ahí en el paréntesis de nada que queda entre el rojo y el verde. Nadie se queda el tiempo suficiente como para conocerlo, para impactarlo, para criticar sus errores, o festejar sus avances. Los coches llegan, se frenan, lo miran y se van. Malabar queda solo, parado en el medio de la vida (y de la vía) esperando que la secuencia se repita una, y otra y otra vez. Eso en un punto lo seduce. Sabe que cada dos minutos tiene la posibilidad de volver a empezar, de lucirse como nunca antes hasta ahora, aunque nadie lo sepa porque nada entienden de sus nuncas y sus antes. La oferta es simple: un tiempo sin historia, sin compromisos, sin identidad. Solo los une el ahora y el contacto reducido al tiempo que demora la moneda en rodar de un propietario a otro.
La vida de Malabar, al menos mientras trabaja, es una vida de eterno y veloz presente, donde no hay tiempo para pensar en pasados varios. Sí le preocupa el futuro, el de la olla al llegar a la casa, el de la panza de "la Turca" que amenaza con convertirlo en padre de un momento pa otro, el de los putísimos $3,95 que juntó hasta ahora. Por eso al Compadre le gusta también esa gente que lo reconoce. Esos que se desvían dos cuadras para engañar la rutina y la espera, y le piden algunas proezas de antaño. Él se esfuerza y los complace, y sabe que siempre, o casi siempre, el complacido paga bien.
Malabar sonríe todo el tiempo, pero después de un par de horas, uno empieza a diferenciar sus sonrisas. Está la sonrisa de su acto, “sonrisa de rojo", esa que tiene perfectamente estudiado a quién dirigir, mientras con un ojo acompaña una guiñada, y con el otro sigue los fuegos que revolea pa’ arriba. Esa sonrisa lo hace ver triste, solo y un poco viejo, aunque allá en el fondo se note que se divierte. Pero… ah… con el verde... Con el verde aparece la vida: Malabar abandona la calle y renace. Con la sonrisa de verde se trepa al cordón de la vereda, o se sienta en el cantero más próximo, mientras el semáforo (inmutable) le da paso al mundo atolondrado lejos de su protagonismo. Ahí el Compadre reflexiona sobre la vida, y da cátedra al respecto. Te enseña de la gente, de las cosas y de todo lo demás. La sonrisa es, entonces, más fresca, espontánea y real. A veces, entre risa y risa, le pregunta a la Turca si molesta mucho el humo, y ella contesta divertida que el viento va para otro lado hoy. Cuando el amarillo lo llama a escena, y lo anuncia con destellos, Malabar se va despacio, encomendándote el pucho, y tirando a la calle los últimos comentarios para no cortar la charla, antes de volver a la sonrisa de trabajo.
El compadre disfruta llevando su arte a cuestas, aunque cueste (valga el predecible juego de palabras). Es la vida que elije entre tantas otras disponibles (que cada vez van siendo menos a medida que se acerca a los treintaialgo). De a poquito y más cansado, se va achicando de a poco, llevando fueguitos, turca e hijo, montados en su bicicleta. Se confunde con las líneas amarillas de la calle, aunque si uno se fija bien, de vez en cuando destella.